Por Jorge Guitian
Supongo que a estas alturas nadie se sorprenderá si digo que el mercado actual tiene cosas maravillosas. Tal vez no sea esa la línea argumental que se encuentra con más frecuencia en medios de comunicación o en conversaciones en las que ponemos el acento, normalmente, en las partes menos bonitas de un sistema que, sin embargo, nos ha dado posibilidades impensables no hace tanto.
Recuerdo, por ejemplo, como hace apenas 15 años viajaba a Barcelona desde Santiago de Compostela, donde vivo, con dos maletas. Una de ellas para mis efectos personales y la otra, vacía, para traerla llena de productos asiáticos y latinoamericanos que aquí me resultaba imposible conseguir y que allí rebuscaba en tenduchas de El Raval. Recuerdo volver con un nabo daikon, chiles habaneros, achiote y pasta de gambas, empaquetados como si se tratara de un tesoro.
Hoy hay en mi ciudad, donde apenas somos 100.000 habitantes, al menos dos supermercados en los que conseguir todo eso. Y en A Coruña, a poco más de media hora por autopista, el supermercado asiático tiene productos frescos que por entonces no habría soñado conseguir en Barcelona. Y aún si todo eso fallase podría encargar cualquiera de esos productos -y muchos otros- desde mi teléfono móvil y recibirlo en casa en menos de 48 horas.
Todo esto es algo que tendemos a obviar cuando hablamos de las perversiones del mercado. Olvidamos con facilidad cuál era la variedad en la frutería cuando éramos pequeños y qué nos encontramos hoy en el mismo lugar. Son avances cotidianos de los que, con frecuencia, no somos conscientes.
Ganar y perder
Hay, sin embargo, efectos secundarios de las mejoras de las redes de distribución que sí que pueden entenderse como un lastre, como un peaje que hemos tenido que asumir en nombre del progreso. Uno de ellos, paradójicamente, es la pérdida de diversidad que, en paralelo a esa capacidad de acceso a productos antes impensables, nos ha hecho construirnos una imagen de nosotros mismos como consumidores que no siempre se corresponde con nuestra realidad histórica.
Ese curioso fenómeno de ida y vuelta en el que ganamos por un lado y perdemos por el otro merece, creo, una explicación. Hemos ganado posibilidades de disponer de productos, normalmente exóticos y más caros, a cambio de perder la presencia de otros, más humildes, de manera habitual. Entiendo que la gran distribución ha decidido optimizar el día a día, atendiendo a los básicos, al producto que tiene más salida y, en paralelo, a aquellos otros que en cierto modo siguen siendo un lujo y que tienen un margen de beneficio interesante borrando, en el proceso, todo lo que se salía de la norma.
Los grandes perjudicados han sido aquellos productos que se quedaban en medio, que no son ni de diario ni se consideran lujos; aquellas referencias que, si bien formaban parte en cierta medida de nuestro imaginario, no eran de primera necesidad. Date una vuelta por Mercadona y descubrirás que, respecto a hace 10 años, probablemente no hay más referencias en productos frescos -particularmente en fruta y verdura-. Lo que hay es más naranjas, manzanas, tomates a precios tan bajos que valdría la pena detenerse a hablar de ellos un día, aunque ese no sea hoy el tema, y, junto a ellos, aguacate, cilantro o papaya.
Mala memoria
¿Qué lógica tiene que aquí, en Galicia, sea mucho más fácil encontrar mangos de diversos tipos que higos o uvas locales en temporada? Hay una detrás, sin duda, por mucho que como consumidores nos cueste asumirla. Y no es que se trate de algo nuevo. Hablamos de un fenómeno que se viene dando desde hace años, décadas quizás, sin que seamos muy conscientes. Un fenómeno que ha ido borrando parte de nuestra memoria como compradores y que nos ha ido moldeando de nuevo, haciendo que nos olvidemos de parte de la identidad de la que venimos y que demos por sentado que lo de comprar piña en el punto de maduración perfecto, partida y a buen precio, es algo que lleva con nosotros desde siempre.
Y aquí entran en juego las berenjenas.
Abril de 2021. Si hiciésemos hoy una encuesta en Galicia sobre cuáles son las verduras más desconocidas o menos valoradas de las que suelen encontrarse en supermercados españoles la berejena estaría entre las primeras, no tengo ninguna duda, compartiendo puestos de honor con cardos, tagarninas, borrajas o achicorias, que en muchos casos ni se encuentran normalmente en tiendas en Galicia. No son verduras que apreciemos, con carácter general, porque no son de aquí -como si los mangos, las frutas de la pasión y las piñas lo fuesen- y porque no sabemos cocinarlas.
Están ahí, en la frutería, porque alguien ha dicho que son buenas para quien haga dieta y quiera comer más saludable, imagino, pero lo cierto es que con frecuencia hablas con alguien que las ha comprado por obligación o por sugerencia, y más pronto que tarde te muestra su decepción. Una decepción, supongo, que se debe a no saber cómo enfrentarse a ellas. Ni más ni menos que si mañana le regalásemos a alguien de Lanzarote un manojo hermoso de grelos sin darle ninguna instrucción. Las posibilidades de desastre serían evidentes, porque los grelos no están en su registro cultural.
La pregunta, respecto a berenjenas y, en este caso, a Galicia, es si esto ha sido así siempre y si no ha habido excepciones. Y la respuesta necesita, como poco, algunos matices. Las berenjenas no son un producto que se cultive aquí, normalmente. El clima no lo pone particularmente fácil. Pero tampoco cultivamos ajos o elaboramos pimentón y nuestra salsa nacional es la allada -aceite de oliva, que aquí tampoco se producía en grandes cantidades, pimentón y ajo- así que eso no lo explica todo.
Hagamos ahora un viaje en el tiempo hasta finales del S.XIX. A lo largo de ese siglo se asentaron en la costa gallega, sobre todo en las Rías Baixas y en el Golfo Ártabro -la zona de costa entre las ciudades de A Coruña y de Ferrol– miles de catalanes. Algunos investigadores hablan de hasta 15.000 familias, en unas comarcas que, por entonces, no sumaban más de medio millón de habitantes.
Industria salazonera
Eran lo que aquí se conoció como ‘fomentadores catalanes‘, industriales que, por motivos relacionados con la política europea de aquel momento y, sobre todo, con la expansión de la producción fabril en Cataluña vieron en la costa gallega una oportunidad. Así nació la primera industria salazonera en Galicia.
Y así nació, también, un comercio mucho menos estudiado pero de consecuencias muy importantes para el consumo de aquella época en las Rías Baixas. Los fomentadores producían sardina prensada en la costa gallega para enviarla fundamentalmente a Cataluña, donde fue uno de los productos básicos que sirvieron para alimentar, literalmente, la expansión de un incipiente tejido industrial.
Los barcos iban cargados hasta Barcelona, Sitges o Palamós, pero no tenía ningún sentido, desde el punto de vista comercial, que volviesen vacíos. Así es como tomó forma una ruta comercial de ida y vuelta: en el viaje hacia el Mediterráneo se transportaban sardinas; en el de vuelta, se fueron estableciendo paradas comerciales en diversos puertos para adquirir mercancías que no abundaban en el norte atlántico peninsular.
De ese modo, Torrevieja y Setúbal se convirtieron en los principales puertos en los que se cargaba sal que, paradójicamente, no abundaba en comarcas como la de O Salnés, donde estaban buena parte de las fábricas de salazón. Oporto, con sus vinos, se pasó a ser otra parada obligada. Y esto llevó, a su vez, a que se abriesen nuevas vías, añadiendo etapas inéditas a esa ruta, que creció y empezó a acercarse al sur de Inglaterra para transportar vinos y traer de vuelta, a veces, porcelanas y otras mercancías.
En los puertos catalanes se cargaban vinos y aguardientes, Cádiz se hizo imprescindible gracias a aceites, a vinos de Jerez y a jabones y, poco a poco, toda una serie de otros puertos del Mediterráneo van apareciendo como lugar de carga de distintos productos. Alicante para vinos y legumbres, Málaga para aceites y pasas, etc.
Productos Mediterráneos en Galicia
Y ahí, en ese ir y venir de mercancía, aparecen toda una serie de productos cargados en diversos puertos del Mediterráneo. Entre los papeles que aún conservamos del negocio que tuvo mi familia hay unos, del año 1820, en los que se habla de cargamentos de “lechugas, pepitas de calabaza y cohombros”. Otros, de la década anterior, recogen un cargamento de barriles de vino embarcado en Motril.
Me interesan mucho más hoy, sin embargo, otros que se refieren a cargas de distintas hortalizas, entre ellas berenjenas, para los puertos de Vilagarcía y Carril, en la Ría de Arousa. Hablamos de la primera mitad del S.XIX. Y me resultan particularmente interesantes porque, como decía al principio del texto, la berenjena no es un producto con un gran consumo en el noroeste en la actualidad, así que tendemos a pensar que no lo fue nunca. Y ahí estaba, sin embargo, el abuelo de mi tatarabuelo, empeñándose en traer fragatas llenas de estas hortalizas hasta los puertos arousanos.
Recuerdo, entonces, el cartel de azulejos de la bodega Pedro Domecq, de Jerez, que desde hace seguramente más de un siglo se asoma a la calle Policarpo Sanz, en el corazón de Vigo, y aquellas ostras al jerez del recetario de mi tarabuela, la heredera de aquellos comerciantes catalanes de los que hablo. Ambas zonas en las que hace apenas una década no era fácil encontrar vinos jerezanos y, cuando lo hacías, aparecían en lineales de supermercado entre la Quina Santa Catalina y alguna mistela de procedencia dudosa.
Y me asomo, de pronto, a un recetario que se resiste a encajar con los tópicos, a la culinaria de una Galicia que, al menos en aquellas Rías Baixas, tenía acceso a productos que hoy son más difíciles de encontrar, al menos en localidades pequeñas. Lo que hace pensar en
una cocina que entonces existía, aunque solamente fuese en círculos limitados, y que se perdió con el paso del tiempo.
Demoler los tópicos
Me asomo a las berenjenas fritas, a la napolitana y rellenas que aparecen en ‘La Cocina Práctica’, el libro que se considera como la referencia esencial de la cocina gallega de aquella época, escrito por Manuel Puga y Parga ‘Picadillo’ en 1905 y en el que no faltan media docena de recetas de alcachofas, cuatro platos con cardos y tres con espárragos para demoler, de una vez por todas, los tópicos.
Me asomo, en definitiva, a una cocina gallega más rica y diversa de lo que las imágenes preestablecidas se empeñan en presentarnos, a una cocina que disponía -en A Coruña, en Vilagarcía, en Muros, en A Pobra do Caramiñal- de productos como las berenjenas que, más de un siglo después, resultan exóticos -por poco usuales en su cocina- para buena parte de los gallegos.
No digo que hayan sido alimentos habituales. Ni que hubiesen formado parte de la cocina de la mayoría de la población de aquella época. Los libros de cocina no suelen recoger la cocina popular de aquel momento sino la de casas más pudientes. Pero eso no les resta interés. Tampoco los aguacates forman hoy parte de la dieta cotidiana de la mayoría de los españoles y, sin embargo, ahí están, como símbolo inequívoco de un tipo de cocina o, al menos, de una tendencia que vale la pena entender y que quizás en el futuro analizaremos desde cierta perplejidad, como hoy lo hacemos con aquellas berenjenas arousanas.
La Galicia que consumía berenjenas
Lo que sí que defiendo es que por entonces -hablaba al principio de finales del S.XIX, que es el momento del que dispongo de más documentación, pero podemos hablar de mucho antes, ya que las primeras referencias documentales que manejo son de 1813– puertos con quizás unos cientos de habitantes disponían de productos como berenjenas, alcachofas, aceite de oliva o vinos alicantinos que para mí, para la generación de mis padres y seguramente para quien se criase en esos mismos puertos en la generación de mis abuelos, son exóticos, cuando no directamente desconocidos. Hablo de líneas comerciales entre puertos mediterráneos y puertos gallegos que se fueron borrando con el paso del tiempo.
Lo que defiendo es que la historia gastronómica es mucho más diversa que los tópico
s que nos empeñamos en aplicarle, que nuestro pasado está lleno de sorpresas que están ahí, a disposición de cualquiera que se aproxime a ellas sin someterlas al filtro del presente. Y que aquella Galicia, aislada y remota en el imaginario, consumió berenjenas -probablemente de la mano de familias de origen mediterráneo-, vinos de Jerez, alcachofas y tal vez fondillones mucho más no sólo de lo que imaginamos sino de lo que los consumimos hoy.
Hablo de una sociedad exenta de esos prejuicios que hoy damos por seguros como algo ancestral entre nosotros, como si fuese nuestra generación la primera en romper con el legado de una supuesta tradición pesada como una losa y abrirse al mundo; de rutas comerciales que nos acercaron a otros productos y a otras culturas; de un país de comerciantes, de viajeros y de gente curiosa.
Cuidado con mis plantas
Y termino con uno de aquellos recibos de mi tatarabuelo, que demuestran que había quien no sólo se limitaba a comer esos pepinos y esas berenjenas llegadas de fuera sino que intentó, al menos cultivarlos en Galicia, señal inequívoca de que su consumo, aunque fuese en círculos restringidos, fue algo más que una simple anécdota.
En uno de aquellos documentos, en los que mi antepasado encargaba las mercancías que deberían venir en el viaje de regreso, hay una nota al pie, bajo el listado de vinos, legumbres y hortalizas que vendrían de vuelta en el barco: “Cuidado con mis plantas de pimientos y berenjenas”. una nota, a vuelapluma, que resume otra Galicia gastronómica, otra forma de relacionarnos con el Mediterráneo y que resitúa, de manera reveladora, el papel de la berenjena en nuestra cocina.
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